Los gnósticos, conscientes de las implicaciones de esta manera de actuar, no se han cansado de denunciar durante milenios que si el creador de «los cielos y la tierra» ignora las consecuencias de sus experimentos con la materia y destruye sin piedad a quienes no le rinden pleitesía, no se trata del Dios increado e incognoscible, sino de un ser tan imperfecto como sus juguetes rotos y tan satánico como para gozar atándonos a los horrores de la existencia material, verdadero viacrucis para el espíritu despierto. Al igual que en la filosofía platónica, el término escogido por la gnosis para designarlo fue Demiurgo y la tradición primordial nos enseña a reconocerlo como el mayor parásito del alma que con cada nacimiento de una criatura lucífera, portadora de la chispa divina, vuelve a verse atrapada en este sofisticado calabozo planetario. Nimrod de Rosario ha escrito en tal sentido que «el Demiurgo ha construido el Universo imitando una torpe y deformada imagen de los Mundos Verdaderos. Ha insuflado Su Aliento a la Materia y la ha ordenado con el propósito de “copiar” el débil reflejo que alguna vez recibió desde las Esferas Increadas. Pero ni la sustancia era la adecuada ni el Arquitecto estaba capacitado para ello y, sumado a esos males, debe considerarse la intención perversa de pretender reinar como Dios de la obra. […] El resultado está a la vista: un Infierno maligno y demencial, en el cual, muchísimo tiempo después de su creación, […] incontables Espíritus Eternos fueron esclavizados, encadenados a la materia y sujetos a la evolución de la vida».

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